miércoles, 30 de octubre de 2013

(Com)padecer la historia: memoria, poder, conflicto


La mayor parte de la ciudadanía suele tener una visión de la historia condicionada por la imagen que proyecta la educación reglada de la materia. En ese sentido, heredamos de la institución educativa una concepción monolítica, inerte y aséptica de nuestra historia que, mal que nos pese, contribuye al desinterés generalizado por nuestro pasado y al sostenimiento de una mirada inocente con respecto al mismo.

Este imaginario colectivo, por el contrario, que pone el acento en la presupuesta inmutabilidad de los discursos históricos, no ha caído del cielo sino que, si se analiza desde fuera, aparece como una construcción social más, interesada, desde luego, y elaborada en base a una lucha de poderes que operan desde el aquí y el ahora, perpetuando una pugna permanente cuyo objeto no es otro que ganar la hegemonía que posibilite contar la historia de una forma determinada. Hablamos, por tanto, de un territorio de conflicto que emerge y se ubica finalmente en el centro de la arena política.

En nuestro entorno más cercano, la relación entre memoria colectiva e historia opera a dos niveles muy distintos. Por un lado, tenemos los discursos hegemónicos producidos por las instituciones productoras de saber (hablamos sobre todo de la Universidad), y, por otro, las políticas de memoria de carácter institucional.

Un ejemplo de estas últimas sería la política de memoria llevada a cabo por una administración local, como es el caso del Ayuntamiento de Jaén. En este ejemplo, se hace evidente el intervencionismo explícito de una administración cuya apuesta en la arena política de la memoria colectiva se caracteriza por su falta de asepsia y, por lo tanto, por lo visible de su intención de operar directamente sobre el discurso histórico hegemónico. Solo desde este punto de vista, podemos llegar a entender cómo es posible que en tan solo dos años se hayan levantado tres monumentos a otras tantas instituciones sobre las que no hay un discurso compartido, una narración total, algo que se ha de comprender si se analizan las distintas trayectorias de interrelación social de estas tres instituciones —Legión, Guardia Civil y Policía Nacional— con respecto a los diversos sectores sociales que conforman la sociedad local.

A partir de ahí, la constatación de la conflictividad subyacente a la elaboración de los discursos históricos, solo nos puede mover a intervenir como ciudadanía en dos sentidos: entrando en el conflicto o escapando de él. Pero no hay que llevarse a engaños, tanto en un caso como en el otro estaremos participando activamente en la construcción de nuestra mirada histórica: unos haciendo y otros dejando hacer. A partir de aquí, la toma de conciencia de la falta de inocencia de las políticas públicas relacionadas con la memoria colectiva, ha de contribuir, al menos, a un cuestionamiento ―primero individual y después social― de nuestra propia identidad, puesto que nuestra manera de concebir el pasado condiciona notablemente nuestro presente identitario y, por tanto, nuestra manera de entender el mundo.

Finalmente, no podemos concebir esta pedagogía de la historia social con la inocencia que, por otro lado, le negamos a la elaboración del mismo discurso histórico. En ese sentido, debe ser precondición del narrador o pedagogo evidenciar la posición de la que parte, explicitando cuáles son sus intenciones y siendo consciente de que tanto la manera de presentar nuestro discurso como la forma en que lo producimos no han de partir del presupuesto de objetividad heredado de la Academia, sino de unos valores generales y cronotrópicamente menos determinados, como la honradez y la veracidad. Solo así podremos activar la historia a nivel social, deconstruyendo el falso sentido contemplativo con el que la mayoría se acerca a ella; sentido contemplativo que, habría que señalarlo, no es sino la cara amable de un verdadero (com)padecer la historia que ningún pueblo merece y que sin duda contribuye al proceso de infantilización social del que siempre unos pocos sacan tajada.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El orden reina en Berlín


El 15 de enero de 1919, aplastado de forma irremediable el levantamiento espartaquista en Berlín, un grupo de soldados descubre a Rosa Luxemburgo escondida en el número 53 de la calle Maninheim. Junto a ella se halla Karl Liebknech, el histórico dirigente comunista. Ambos son el objetivo prioritario de la contrarrevolución germana. Apresados y separados, el teniente Vogel, un oficial de la Caballería de la Guardia del Gobierno, asesina a Rosa Luxemburgo de un tiro en la sien. Otras versiones aseguran que murió a culatazos propiciados sin piedad por sus captores. De una manera o de otra, su cuerpo fue arrojado a un canal cercano con intención de no dejar rastro de él. Karl Liebknech corrió una suerte similar.

Una horas antes, consciente del inminente peligro que corría su vida, Rosa Luxemburgo escribió El orden reina en Berlín, un texto breve, pero de gran intensidad y un mayor valor histórico, donde la revolucionaria polaca analizaba las causas de la derrota obrera y dejó de manifiesto su fe inquebrantable en la Revolución y en el avance de la causa del pueblo.

No obstante, su asesinato no fue sino uno más entre los cientos que dejó la represión del levantamiento espartaquista; una represión, no lo olvidemos, orquestada por los dirigentes socialdemócratas que gobernaban la joven República de Weimar y que no dudaron en echar mano de los Freikorps (voluntarios de extrema-derecha) para hacerla efectiva.

Con el aplastamiento de la insurrección obrera encabezada por la Liga Espartaquista, la división del movimiento obrero alemán no hizo sino ir en aumento, lo que abonó el terreno para que los nazis se hicieran cada vez más fuertes, primero en las calles y luego en las urnas.

En marzo de 1933, el Partido Nazi, tras recibir el apoyo de la burguesía alemana y acusar a los comunistas del incendio del Reichstag, logró ganar las elecciones casi con mayoría absoluta. Poco después, miles de militantes comunistas, socialistas, anarquistas o sindicalistas de cualquier signo, eran internados en los primeros campos de concentración. Se iniciaba así uno de los periodos más oscuros de la historia alemana y, por extensión, de todos aquellos pueblos dominados bajo el yugo nazi. Un periodo de la historia que no debemos recordar como una pesadilla, sino como una advertencia real.

- Introducción a la edición de El orden reina en Berlín publicada por Piedra Papel Libros.
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