De vuelta al fanzine. Maqueto un documento, repaso intereses, anotaciones que se hicieron al margen de libros nunca olvidados... Hay sitio, me digo. Vuelta a empezar. Hace años, cuando perdíamos el tiempo en la Universidad de Jaén, montamos un fanzine temático (solo literatura). Se llamaba Poetica Seminarii. Era una mierda de nombre, esa es la verdad, pero tenía su historia: la nuestra. Participaba un montón de gente. Algunos publicamos en él nuestros primeros relatos. Otros, tal vez los menos, ya no volvieron a escribir más. La mayoría seguimos haciendo algo, con más o menos acierto, eso sí, pero con la curiosidad intacta. Esa fue nuestra única victoria: no morir de aburrimiento.
No voy a hablar del origen del fanzine, de cuáles son sus características básicas. Todos lo sabéis. En España, prácticamente todo lo que hay publicado sobre el tema nos remite al rollo de la movida madrileña. No se puede negar que aquellos fueron años donde la creatividad popular, la creación colectiva, explotó en las calles. Proliferaron como churros los fanzines y las revistas baratas. Se escribía de casi todo y el mundo editorial no permaneció al margen. Se leía. Se leía mucho. Los puestos de libros tomaron las plazas. Las editoriales, casi todas con alguna colección de carácter político, empezaron a multiplicarse como por arte de magia. Sin embargo, algunos tenemos la sensación de que se ha abusado con cierta ligereza del adjetivo contracultural a la hora de referirse a la Movida; sobre todo si tenemos en cuenta que el término del que deriva el adjetivo anterior, contracultura, se acuña a partir de la lectura de buena parte de la producción teórica de Antonio Gramsci.
En cierto sentido, el fanzine, entendido como herramienta de expresión popular, tiene un origen muy determinado. Fue producido por sectores de la población que en los años 70 y 80 carecían de otros medios para hacerse oír, pero no debemos olvidar que el acceso a esos medios les era negado, fundamentalmente, por el mensaje que querían transmitir. Así, algunas voces críticas, que aportan reflexividad a los estudios apologéticos del boom contracultural vivido en España a finales de los años 70, apuntan, no sin cierta razón, que solo una fracción de ese vasto movimiento, si entendemos por tal a la movida madrileña, aspiraba a cuestionar la hegemonía cultural que venía dada por el aparato ideológico de un régimen, el capitalista, que, lejos de hallarse en descomposición, se estaba reformulando en base a la constitución de un nuevo pacto político, soporte de los mismos privilegios, en el que habrían de integrarse sectores de la oposición democrática; algunos de los cuales, no lo olvidemos, estaban detrás de muchos de aquellos fanzines, revistas y libelos.
Al cabo, el tiempo ha dado la razón a los miembros del MIL (Movimiento Ibérico de Liberación), que expropiaban bancos mientras repartían tiras de comics donde advertían de que poco iba a cambiar tras la muerte de Franco, de que nada se podría transformar realmente mientras con una mano se quisiera reescribir la historia y, con la otra, se buscara el apretón de manos que garantizase un reluciente sillón de mando.
Que cada uno saque sus propias conclusiones.
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