No es un muy habitual que en los portales de contrainformación nos encontremos con artículos sobre Arthur Schopenhauer (1788-1860), un filósofo de segunda (eso es lo que dicen muchos) que ha quedado en nuestro imaginario como el padre del pesimismo moderno.
Desde luego, no voy a ser yo quien niegue la centralidad que ocupa en su obra la concepción pesimista del mundo, pero no obstante, y tomando dicha afirmación como punto de partida, me gustaría profundizar en algunas consecuencias insospechadas de sus postulados filosóficos.
La mayoría de los historiadores de la filosofía atribuyen el pesimismo exacerbado del filósofo de Danzig a la influencia de su propia biografía. Emblemáticos serán en este aspecto, sus dos fracasos más sonados. El primero fue el fiasco editorial de El mundo como voluntad y representación (1818), obra cenital de su bibliografía y cuyos ejemplares se acabaron vendiendo al peso como papel para reutilizar. El segundo de estos fracasos de los que hablo, quizá el más rotundo por lo simbólico del asunto, le sobrevino cuando, en su ánimo por competir con Hegel, decidió poner sus clases a la misma hora que el filósofo de Stuttgart (pues ambos coincidieron en la Universidad de Berlín durante un tiempo). El resultado fue desastroso, ya que Hegel, en la cumbre de su popularidad por aquel entonces, acabó por vaciar de estudiantes el aulario donde impartía clases su enervado rival.
Más allá de lo anterior, la teoría sobre el dolor del mundo, sobre el sufrimiento inherente a la condición humana, que plasmó Schopenhauer a través de sus obras, bebe, entre otras influencias, de la filosofía oriental (hinduismo y budismo). Una tradición de pensamiento hasta entonces denostada debido a la soberbia etnocentrista de la intelectualidad europea. Es precisamente su profundo conocimiento de la religión budista y de la cosmovisión pesimista de las religiones orientales, lo que le hace plantearse qué y quiénes sufren y, por tanto, qué y quiénes han de merecer respeto y consideración.
Es aquí donde Arthur Schopenhauer adquiere una originalidad que sorprende a todos aquellos que no habíamos profundizado convenientemente en su obra. Si lo esencial de la vida del hombre es el sufrimiento causado por el cruce de voluntades inherente a la sociabilidad, no es menos cierto que, para Schopenhauer, la estructura fisiológica de buena parte de los animales hace que, como sujetos dolientes, deban merecer la misma consideración que el hombre, pues todas las especies con capacidad para sentir dolor viven hermanadas por esa (para él) primigenia condición.
De ahí que, por ejemplo, podamos encontrar un texto como el siguiente en Los dolores del mundo: La piedad, única base de la moral, nace del sentimiento de la identidad de todos los hombres y de todos los seres y debe extenderse a los animales.
Y es que Arthur Schopenhauer, ese empedernido vegetariano, puede considerarse como uno de los primeros defensores de una ética biocentrista muy en consonancia con el veganismo. Toda una sorpresa, lo repetimos, para los que supimos de él a través de la lectura de los manuales de historia de la filosofía, donde poco (o nada) se dice del pensamiento animalista del filósofo de Danzig. Un motivo más para descubrir su estimulante obra.
4 comentarios:
No tenía ni idea de esta posición de Schopenhauer. Una grata sorpresa.
Un abrazo.
Schopenhauer de ¿segunda?. Los funcionalistas, materialistas culturales, neoliberales, marxistas, positivistas, deterministas...esos si que son en mi humilde opinión, como en el aquel poema de Goytisolo, el mundo al revés.
Efectivamente, Schopenhauer es de primera...
El animalismo de Schopenhauer, animalismo que estuvo presente también en el nazismo y sobre todo de Hitler que estableció la compasión por los animales, de buen trato a los animales, etc.
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