El soldado Ekkehart Brunnert había subido a bordo de un tren de tropas en la ciudad de Bobligen, en Alemania; con la mano se despidió de su esposa Irene, y la contempló hasta que desapareció de su vista. Rodeado por catorce compañeros, el soldado pronto se acostumbró a la camaradería de la vida militar. El tren avanzó hacia el este durante interminables días y, a medida que atravesaba Ucrania, se multiplicaban las señales de la guerra. Brunnert vio aldeas incendiadas y vagones reducidos a esqueletos calcinados. Él y sus camaradas decidieron hacer guardias por la noche, pero los guerrilleros no llegaron a atacar. Semanas después de haber abandonado Boblingen, la unidad llegó a Chir. Allí, Brunnert montó una tienda y, cuando se levantó al día siguiente, vio que todo se hallaba cubierto de escarcha. También contempló a miles de refugiados rusos que eran llevados hacia Alemania a los campos de trabajo. Se apiñaban en vagones de plataforma. La mayoría iban en harapos; algunos masticaban peitas de girasol, que constituía su única comida. En las campos alrededor de las vías, otros rusos revolvían los montones de basura buscando desperdicios de comida. Brunnert quedó muy impresionado por estas visiones.
- El fragmento que habéis leído pertenece a La batalla de Stalingrado, el vibrante tochazo de historia militar de William Craig, hoy en día convertido en todo un clásico del género.
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