domingo, 27 de febrero de 2011

Arte y música degenerados


Los nazis iban a por todas. Y a por todos también. 1933 será recordado como el año en el que comenzó la mayor persecución del siglo XX. Estamos en Alemania. Casi nadie se escapaba. La propaganda del Partido Nazi ponía en el punto de mira a todos aquellos que pudieran suponer un obstáculo para los planes totalitarios del fascismo alemán. Comunistas, anarquistas, socialdemócratas... Judíos, negros, gitanos... Y también artistas y músicos.

Arte degenerado, así es como los jerarcas del nazismo llamaron a la producción cultural de los expresionistas. Tristemente famosa fue la exposición en la que mostraron el trabajo de un buen número de artistas de vanguardia. Pintores, escultores, arquitectos que fueron defenestrados sin remedio, algunos perseguidos hasta la muerte. Totalistarismo contra la expresión artística, pero también contra el arte como motor de cambio. Fueron los nazis los que le dieron el tiro en la nuca a la Bauhaus.


Arte degenerado y música degenerada. En el contexto de los años treinta, miles de jóvenes alemanes empezaron a amar el jazz, esa música que los nazis consideraron maldita, propia de salvajes, enemiga del espíritu sublime de los arios. Cientos de "chicos swing" fueron internados en campos de concentración. Las salas de baile fueron cerradas y los músicos de jazz tuvieron que exiliarse. Alemania, hasta entonces un país que había ayudado a la penetración de la música negra en Europa, se blindó contra la entrada de discos de jazz. Este último proceso persecutorio lo podemos reconstruir a través de la película Los rebeldes del swing.

martes, 8 de febrero de 2011

El ojo de la guerra: visiones de clase

Juan de Urbieta, soldado de Carlos V, detiene a Francisco I, rey de Francia, en la batalla de Pavía

En el siglo XIX -el siglo de la ciencia- la teorética socialdarwinista y el complejo de inferioridad de las ciencias sociales con respecto a las ciencias de la vida hizo que todo el pensamiento académico considerase la guerra entre humanos como un episodio connatural al hombre. En ese sentido, los científicos entendieron que la biogenética del homo sapiens sapiens le condenaba, ya desde un primer momento (cuando su organización social se basaba en la banda de afines), a tener que guerrear, por ejemplo, por el control de un territorio. Esta teoría, como sabemos, llevaba implícito un trasunto que no serviría sino para justificar el ejercicio imperialista de conquista del espacio vital de un pueblo (clásico de ese período de amanecer industrial).

En oposición a estas teorías sustancialistas y biogénicas se construye, ya en el siglo XX, la teoría sociohistórica del arqueólogo marxiano Gordon Childe, que articula su tesis sobre el origen de la guerra y los ejércitos sobre los ejes del crecimiento demográfico, la consolidación del regadío, el aumento del excedente, la aparición de la propiedad privada, el Estado y los ejércitos. Esta teoría, aceptada a grandes rasgos por los teóricos del ámbito libertario, se ve implementada y refutada a su vez por los anarcoprimitivistas que, más allá de lo anterior, atribuyen las actitudes belicistas no ya a la consolidación del aparato estatal-militar sino al anterior proceso de domesticación y sedentarización de algunos pueblos (por tanto, para ellos -los anarcoprimitivistas- las poblaciones cazadoras-recolectoras, que no recorrieron el itinerario anterior, serían pacíficas en esencia).

La guerra hasta el siglo XX: una aproximación a través del estudio de las clases

Durante la Edad Antigua, la guerra, como sabemos, se hizo presente con toda su virulencia en el día a día de la historia de los pueblos de todo el mundo. Numerosas naciones e imperios de la antigüedad se dotaron de un aparato militar construido sobre la base de los reclutamientos forzosos, los voluntarios profesionales y los primeros cuerpos de mercenarios de fortuna. Si bien es cierto que la base social de las tropas, como no podía ser de otra manera, estaba compuesta por el pueblo llano, en la cúspide militar se encontraban individualidades pertenecientes a la nobleza o la realeza. El mismo concepto griego de aristoi, del que proviene aristocracia (recordemos, el gobierno de los mejores etimológicamente hablando), implica una especial aptitud para la guerra y un espíritu, digámoslo así, predispuesto para la lucha. En ese sentido, la educación militar de aristócratas y nobles será uno de los ejes de la infancia de los mismos. Es por ello que ya desde temprano se establece una ligazón para ellos casi mística entre nobleza y guerra que queda certificada en crónicas y leyendas como la Iliada o la Odisea, donde son ellos, los aristoi (etimológimente los mejores), los protagonistas de una historia donde la muerte en combate es considerada connatural a la existencia del noble.

Esta mística, a su vez, es heredada por la nobleza y la realeza medieval y queda plasmada, como sabemos, en la historia del arte a través de la potente iconografía de guerra bajo la cual son representados habitualmente emperadores, reyes y nobles, para los que, en última instancia, la guerra es su oficio de sangre. Por ello, y más allá de generalizaciones, no era inusual que reyes y nobles se dejaran la vida o fueran apresados en el campo de batalla.

Sin embargo, el triunfo del liberalismo y la llegada al poder de la burguesía implica un cambio considerable en la relación de la clase gobernante con la guerra y el ejército. La burguesía, ajena a la tradición belicista de la nobleza, aparta del campo de batalla a sus miembros y deja que la carne de cañón proletaria inunde los campos de batalla sin el acompañamiento de los hombres de poder del Estado. Retratos de gabinete, placenteramente perfectos, y sistemas de contribución diferenciados (los burgueses aportan dinero a los ejércitos mientras los pobres aportan vidas), sustituyen con el tiempo a la iconografía guerrera y la ideología de clase que asociaba el uso de las armas al hecho de ser noble.

La clase cobarde engrasa la maquinaria: el nacionalismo contra la clase obrera

Recluida la burguesía en sus salones de té, la maquinaria belicista necesita engrasarse con una ideología que, por un lado, sirva de soporte al proyecto imperialista connatural al desarrollo de la revolución industrial (necesitada de nuevos mercados y materias primas) y, por otro, frene el imparable avance de un movimiento que podría arrasarlo todo: el internacionalismo obrero.

La trampa nacionalista, tendida con maestría por los artesanos del poder mediático y sentimental de los gobiernos, se anticipa al definitivo estallido de la lucha apátrida y ofreciéndole bocado a la socialdemocracia, por entonces entregada a los brazos de la pequeña burguesía, permite que la hermandad obrera por encima de fronteras y banderas (a la que sólo apelan los anarquistas) se rompa en mil pedazos y facilite la derrota, en muchos sentidos, de una clase trabajadora entregada a una lucha que no es la suya. Como advertían los teóricos fascistas, la guerra de guerras -guerra de clases versus guerra de razas- la acabaría ganando esta última, y en esas andamos...

La paz como meta: en guerra contra la violencia del sistema

Más allá de la mística de la violencia, que tiene mucho que ver con la construcción de legitimidades que apestan en más de un sentido a vanguardismo y diferenciación (como veíamos antes en el que caso de la nobleza), los anarquismos han de preguntarse desde la sinceridad de sus diversidades hasta qué punto es posible una solución pacífica al problema de la violencia, la guerra y los ejércitos... Sin entrar en discursos manidos o insípidos por su falta de seriedad, sería conveniente que el movimiento anticapitalista empezara a pensar de una vez por todas en la mejor forma de reeditar ese movimiento terrorífico para el orden de la injusticia que fue el internacionalismo. Bajo nuestro punto de vista, la guerra a la guerra (que es el sistema) pasa por una actualización de aquellos presupuestos que nos hicieron amenazantes: la lucha contra el Estado y el capitalismo y la construcción de nuevas solidaridades capaces de unir a los de abajo independientemente de cual sea nuestra patria, idioma o color de piel.

- Este artículo lo publiqué en el número 243 de la publicación libertaria Tierra y Libertad, vocera de la FAI. Ahora lo publico aquí con ligeras modificaciones.

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